José Gregorio Hernández

Fundador de la medicina experimental en Venezuela, Siervo de Dios y Venerable, José Gregorio Hernández es el santo de los venezolanos. Nació en Isnotú, estado Trujillo, el 26 de octubre de 1864, en un hogar en el que recibió cariño, atención y enseñanzas que suponían un estricto cumplimiento de sus deberes y obligaciones.

Tenía diecisiete años cuando se graduó de Bachiller en Filosofía como parte de una promoción formada con criterios de excelencia, en el Colegio Villegas de Caracas. Se inscribió en el primer año de la Facultad de Ciencias Médicas de la Universidad Central de Caracas, el 1 de septiembre de 1882. Fue un alumno aprovechado que aprobó el programa de materias con las más altas calificaciones, obteniendo el título de Bachiller en Ciencias Médicas el 19 de junio de 1888, y diez días después el 29 de junio, después de presentar un examen oral brillante, lúcido y contundente, ante una nutrida concurrencia atraída por el desempeño de uno de los estudiantes más calificados de la universidad, el jurado le confirió el grado de Doctor en Ciencias Médicas. El 31 de julio de 1889, el presidente de la república, Juan Pablo Rojas Paúl, dictó una resolución designando al doctor José Gregorio Hernández para que viajara a París a estudiar Microscopía, Bacteriología, Histología Normal y Patológica y Fisiología Experimental. Una vez que terminara esos estudios debía regresar a fundar las cátedras correspondientes en la Facultad de Ciencias Médicas de la Universidad Central e instalar, en el Hospital Vargas, cuyo decreto de creación había sido dictado el 16 de agosto de 1888, un laboratorio de Fisiología Experimental.

El doctor Hernández llegó a París a fines de 1889, se inscribió en el Laboratorio de Histología y Embriología de la Facultad de Medicina bajo la dirección del profesor Mathias Duval, uno de los partidarios en Francia de la teoría de la evolución y de la selección natural. El programa de estudios contempló también, una pasantía en el Laboratorio de Fisiología Experimental del profesor Charles Richet y en el laboratorio de Isidore Strauss, profesor de Patología Experimental y Comparada. El celo, la asiduidad en el trabajo y las aptitudes para el conocimiento práctico, fueron destacados en las certificaciones que expidieron los tres profesores cuando el doctor Hernández finalizó sus estudios.

A su regreso a Caracas, el 5 de noviembre de 1891, fue designado catedrático para dictar las clases de Histología Normal y Patológica, Fisiología Experimental y Bacteriología y director del laboratorio respectivo en la Universidad Central. El doctor Hernández tenía así la responsabilidad de iniciar y dar continuidad, en la Facultad de Medicina, a un proyecto modernizador de las ciencias médicas cuyo contenido programático era desconocido en el país. Gozó de la más alta estima entre profesores y estudiantes de la Universidad Central y del Hospital Vargas. Su habilidad, generosidad, disciplina y exigencia, rasgos que combinó en la delicada tarea de enseñar, aunados al hecho de disponer de una vasta y profunda preparación académica, hicieron de él un catedrático insigne y respetado.

Además de la docencia, el doctor Hernández ejerció la medicina entre agosto de 1888 y febrero de 1889, recién graduado de médico, en poblaciones rurales de Los Andes venezolanos; y después de completar su formación en París, abrió una consulta privada en su casa de habitación en Caracas, desde finales de 1891, hasta sus muerte en junio de l919. Fue un clínico experto, acertado en sus diagnósticos, que se granjeó el reconocimiento de sus colegas y el afecto agradecido de sus pacientes.

En cuanto a los aportes de los once trabajos publicados y los dos que quedaron inéditos, es preciso hacer notar que planteó problemas relativos a enfermedades comunes de alta morbilidad, atisbos sugerentes de soluciones terapéuticas y acercamientos a la investigación que no tuvieron resultados concluyentes. Su orientación profesional, movida por el entusiasmo, la paciencia, la disciplina y el alto nivel de exigencia que siempre le acompañó, estuvo encaminada al arte de enseñar y curar. El doctor Hernández fue un médico esclarecido y un profesor ejemplar, no un investigador. Tuvo que escoger entre ser fundador de cátedras, iniciador de técnicas y procedimientos de laboratorio para impulsar la transformación más profunda que habían tenido los estudios médicos desde que fueron reformados en 1827, bajo la égida del doctor José María Vargas, o someterse a los requerimientos de un programa consistente de investigación, incentivado por la curiosidad de encontrar un conocimiento original o algún hallazgo inesperado. Si en algún momento la investigación fue una motivación o una aspiración personal, tuvo la suerte de verla concretarse en su discípulo, el bachiller Rafael Rangel, quien sí dedicó su vida a la investigación.

El doctor Hernández tuvo el mérito de introducir los métodos de la medicina experimental y los principios de la teoría microbiana en los estudios médicos de su época, mediante una entrega y una dedicación consagradas al ejercicio de la medicina y a la docencia. Esas actividades fueron ejecutadas con un desempeño que se ajustó al propósito de lograr una excelencia que le fue reconocida por su entorno académico, y la cual pudo fraguarse en él, gracias al alto nivel de su preparación, al estudio constante y a la férrea disciplina personal que siempre condicionó su existencia. En su obra, Elementos de Filosofía, publicada en 1912, elaboró una concepción teórica acerca del origen del mundo y las especies que suponía una síntesis armoniosa entre el principio vital, la doctrina creacionista y el evolucionismo, fundamento de la teoría de la descendencia. En esa oportunidad aclaró su posición ante la polémica adelantada por el doctor Luis Razetti, ocho años atrás, sobre la legitimidad de la teoría de la descendencia, en la Academia Nacional de Medicina.

Hubo otra vertiente del pensamiento del doctor Hernández que encontró su cauce de expresión en la literatura. Escribió cinco obras en una prosa limpia y directa. Sólo una de ellas, La verdadera enfermedad de Santa Teresa de Jesús realizada en 1907, quedó inconclusa e inédita. Las demás, El Sr. Nicanor Guardia (1893), Visión de arte (1912), En un vagón (1912) y Los maitines (1912) fueron publicadas en el Cojo Ilustrado.

José Gregorio Hernández, se encontró inesperadamente con la muerte el 29 de junio de 1919, poco después de las dos de la tarde. Salía de la botica situada en la esquina de Amadores, en La Pastora, e intentaba cruzar la calle con los medicamentos que acababa de comprar para llevarlos a una paciente, cuando un automóvil conducido por un chofer que apenas trece días antes había recibido el certificado para conducir, de las autoridades competentes, lo atropelló de lado con el guardafango. Al recibir el impacto trató de mantener el equilibrio, pero sus piernas vacilaron sobre el empedrado de la calle, su cuerpo pegó contra un poste metálico y luego cayó de espaldas golpeándose la base del cráneo con el borde de la acera. Sólo atinó a exclamar «Virgen Santísima», antes de quedar exánime, inmóvil tirado en la calle con una fractura de la base del cráneo y lesiones que destruyeron el tallo cerebral y el cerebelo. Fue una muerte instantánea y sin agonía, que marcó el comienzo de una historia en la que el doctor Hernández se convertiría, de acuerdo al procedimiento de canonización de la Iglesia Católica, en Siervo de Dios y Venerable, pero también en un santo sanador y milagroso que ha inspirado, durante los años transcurridos desde el día de esa muerte sentida como absurda e irreparable, una de las devociones más acendradas en el sentimiento religioso de los venezolanos.

Biografía elaborada por

María Matilde de Suarez

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